A veces me planteo de donde procede tanto odio en el ser humano, de donde puede salir tanto dolor, por qué de la forma más gratuíta se puede dañar la vida de otra persona, sin un objetivo más allá del egoísmo, del propio beneficio.
Es curioso como a veces somos capaces de enterrar el sufrimiento más profundo y cómo a pesar de todo vuelve a salir en momentos de debilidad con una muestra de fuerzas en un constante pulso con nosotros mismos.
Que doloroso sentimiento se aloja a veces en un corazón, un dolor de extraña o desconocida procedencia, un sentimiento que envuelve todo su ser y lo mantiene vivo, despierto, para que no se olvide de sentirlo.
Cómo es posible que en lo que transcurre un simple segundo pueda removerse sus entrañas como entre las mareas del océano, cómo el desconsuelo puede atrincherarse tras unos dubitativos pasos para hacer más dura la carga, o cómo puede surgir un invisible obstáculo que imposibilite la más mínima apertura de unos párpados que luchan por subir, como aplastados por una fuerte pesadilla.
Quizás el tiempo juegue con nuestras ansias, arrancándonos del camino, haciendo estallar todos nuestros sueños, arrebatándonos de cuajo las ilusiones, acuchillando nuestras fuerzas o desgarrando nuestra decisión a continuar.
Entonces, el destino se mofa.
Se mofa cuando ruegas una oportunidad a la vida, boqueando como un pez fuera del agua, esperando alcanzar aquello que deseas y que aguarda a escasos centímetros de tus dedos, pero te vences, vuelves a caer, te rindes o por el momento, te dejas llevar por la oscuridad, cierras los ojos y esperas recuperar fuerzas para el siguiente asalto.
Porque el combate no termina, nunca.
Suerte
